¡Atrévete: yo poseo un revólver! by Cristina Merino

¡Atrévete: yo poseo un revólver! by Cristina Merino

autor:Cristina Merino
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Novela
publicado: 2014-06-01T22:00:00+00:00


“Ha llegado el momento de hacer jaque, amigos. Empujados por la ambición, vendrán a capturarme, yo les diré que el dinero se encuentra a buen recaudo en la cárcel, en lugar de confesar que se halla donde me hospedo. Ahí es donde entra usted, Richardson; y de usted, Glover, espero que se ocupe de salvar mi vida. Con la ayuda de sus hombres y de los míos, lograremos apresar a Gunther y sus compinches...”

Cuando los tres hombres se separaron, Lostman y Burton siguieron subrepticiamente al comisario hasta la casa de Gina Ann Miller. Luego, regresaron sobre sus pasos y, con gran sigilo, se perdieron en la oscuridad de la noche.

Sombras observadas por sombras:

Al amparo del alerón de una de las casas contiguas a la de Gina y a salvo de cualquier mirada no vigilante, Richardson fue testigo de cómo un hombre rubio, el joven que hablara con Kirstie tras confundirla con Gina Ann Miller, seguía a su vez a los dos conspiradores.

De inmediato se sintió invadido por un enorme alivio y como consecuencia de él no pudo contener un suspiro no exento de un estremecimiento desagradable. Pero éste no fue suficiente para desanimarlo:

Por primera vez desde que comenzara aquella locura, con su hermano desaparecido y él mismo presos de los deseos de aquella rata que era Gunther, era libre. No durante mucho tiempo; era consciente de que al día siguiente el mandado de Gunther regresaría para seguir espiando sus pasos (con la habilidad de hacerse invisible que tan nervioso había llegado a ponerle) y asegurarse de que no traicionaba a su jefe. El motivo tenía demasiados ceros como para tomarse el lujo de un descuido, por pequeño que fuese. Estuviera donde estuviese, el viejo perro estaba siguiendo el transcurso de los acontecimientos sin perderse un solo detalle; Richardson estaba tan seguro de eso como de que hoy, debido a aquel imprevisto, tenía las manos libres para llamar a la puerta de Talbott y contarle lo que había visto y oído.

Pero no lo hizo, por supuesto; la vida de su hermano carecía de ceros con que poder negociar. class="calibre4">—¿La señora bajará a cenar?

Paul Brown, en la puerta de entrada, que acababa de cerrar tras sí, volvió la cabeza hacia la sirvienta, cuyo rostro se veía tan interesado como el de un pez.

—No, Eugene —respondió él—; estoy seguro de que no se encontrará con ganas de nada esta noche.

Brown se quitó la chaqueta y el sombrero.

—Tampoco yo tengo apetito —agregó, educado—. Y mi hija no sé si aparecerá o no, de modo que no se preocupe; ya la avisaré si la necesitamos.

Eugene asintió con un leve gesto, tomó su ropa y lo dejó solo en el recibidor.

Paul Brown se frotó las palmas en la tela de sus tejanos, y se dirigió hacia la escalera donde apoyó una mano en el pasamanos. Sus ojos preocupados observaron el recodo que conducía al pasillo y después a la puerta de la habitación que solía compartir con su esposa. Suspiró, contenido.

—Ahora voy, Helena —susurró, comenzando a subir—, ahora voy, cariño.



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